Muestro lo que percibo...

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domingo, 7 de noviembre de 2010

Apocalíptica

Parada en una esquina, dentro del automóvil. Esperaba para cruzar hacia la izquierda, cuando otro carro, que estaba parado a mi derecha, arrancó rápidamente, se cruzó delante de mi carro y pasó primero. Menos mal que yo no venía manejando. Iba a ser un choque seguro. En la radio, las noticias hablan de un tsunami, con muertos y otros destrozos, que acababa de ocurrir en Asia. Cambio la estación, para encontrarme la reseña de los asesinatos del fin de semana.
Estos hechos, ocurridos en menos de un minuto o dos, retraen mi memoria hacia un cuadro que vi en mi infancia.
A los 7 u 8 años, yo era una niña como cualquier otra, sólo que leía mucho y por ello, me enteraba de cosas que permanecían ocultas para otros niños de mi edad. En el Colegio Santo Ángel nos habían hablado de la Biblia, los diferentes libros que la componían, pero a esa edad, no pasábamos, oficialmente al menos, de las historias de la Anunciación o de La Natividad. Pero yo, curiosa y ávida de diferenciarme del montón, había ojeado el Libro de las Revelaciones. Había leído sobre las calamidades y señales que anunciaban el final de los tiempos. Imágenes de monstruos, pestes y caos que me parecían imposibles.
Por esos años mi familia y yo vivíamos en Guama, un pequeño pueblo en el estado Yaracuy, cuya exuberante vegetación daban cuenta de la riqueza de su suelo. Un pueblo agrícola, rodeado de haciendas y caseríos, por donde, se decía, deambulaban espantos, seres extraordinarios con largos abrigos o pelambres, descabezados, o con colmillos, garras y todo tipo de características siniestras. Guama era un lugar que hacia florecer con historias aterradoras, la imaginación de los más inocentes.
Como parte de aquella sociedad tan creativa, no podía yo dejar de imaginar mis propias historias de terror. La mía tenía que ver con el cuadro de la Sra. Consuelo.
La señora Consuelo de Brizuela era la enfermera del pueblo. No era de Guama. No sé cómo llegó allí pero claramente, no tenía el tipo guameño. Ella era menuda, de piel muy blanca y facciones finas. Sus ojos eran enormes, de un azul pálido que yo solo les había visto a las heroínas de Disney. Su cabello era largo, lacio y de color negro, pero con una especie de lunar de canas, que le nacía al lado izquierdo de su frente y se extendía hacia atrás, al peinarse con el cabello estirado y recogido en cola de caballo. Sus pálidas manos siempre estaban heladas, no sé si era que las sumergía en alcohol para desinfectarlas, o era su temperatura natural. La señora Consuelo siempre llevaba vestido camisero, con cinturón y falda de tachones, que llegaba a media pierna. “Es que ella es evangélica y no puede usar pantalones” explicaba mi vecina Lisbeth, dos años mayor y por supuesto, más informada que yo.
Papá nos llevaba a casa de los Brizuela y nos dejaba con mamá, como
a una cuadra de la casa. Supuestamente, el carro era muy bajo, y el pavimento lleno de huecos, no permitía que la parte final del viaje se hiciera sin dañar el auto. Así que mi mamá, mis tres hermanitos y yo, caminábamos esos últimos 100 metros para llegar al lugar de tortura: donde nos vacunaban o recibíamos alguna otra inyección que necesitáramos.
La casa era una vivienda del Banco Obrero, con una cerca baja de bloques y rejas de metal. Caminábamos por entre unos rosales sembrados frente a la casa y entrábamos a la sala, por la puerta perennemente abierta, a la usansa de los pueblos del interior, en esa época. La señora Consuelo salía a recibirnos, con su voz ronquita y sus manos heladas, nos saludaba. Como yo era la mayor de mis hermanos, debía ser la que esperara para ser atendida. “Espera sentadita en la sala, hijita” me decía la señora Consuelo. Así que yo, obediente, me subía al sofá.
Allí en la sala estaba el cuadro. Frente al sofá, colgado bien alto en la pared, como para que todos pudieran verlo. Nunca supe si era una pintura, un afiche o un dibujo hecho por alguno de los Brizuela. El título estaba escrito en la parte superior de la imagen: “Apocalipsis. Los últimos tiempos”.
La imagen estaba compuesta de diversas escenas que ocurrían en una ciudad, una montaña, el mar y el campo. En la ciudad, veías personas con expresión de terrpr, huyendo de otras con pistolas. En las calles había mucha basura y tubos rotos de aguas negras. Diversos accidentes de tránsito, con muertos en el piso, ensangrentados y descuartizados. La montaña en las afueras era un volcán, que manaba fuego a chorros, que corría por sus laderas destruyendo casas y cultivos a su paso. El mar era de un color entre azul y rojo, con peces muertos en las orillas: Se mostraban personas que huían del lugar, tapándose la nariz, asumo que para evitar el olor a pescado podrido. La imagen del campo, nada bucólica, mostraba siembras arrasadas por una plaga de insectos que la sobrevolaban. En fin, imágenes dantescas de terribles desastres naturales y de la decadencia de un mundo como el que vivimos.
Mientras mis ojos recorrían el cuadro, escuchaba los sollozos de mi hermanito que ya había sido vacunado y los gritos de mis hermanas, quienes se habían escondido en el escaparate o bajo la cama de la Sra. Consuelo, para escapar de ser inyectadas.
Por supuesto, yo tragaba grueso, imaginando mi propia suerte. No sé a qué le temía más: al puyazo o a las imágenes apocalípticas del cuadro. Me ponía a sacar la cuenta, pues el cuadro subtitulaba “Año 2000”. “Para el año 2000, seré una señora vieja, como de 36 años”, razonaba. “Ya habré hecho muchas cosas y seré tan grande que no tendré miedo al fin del mundo”.
Ya estamos en el 2010. Y aunque no me obsesiona el tema, no puedo dejar de recordar el cuadro, cuando reviso la prensa o internet, y encuentro tantas noticias negativas. Me intriga ¿cómo será el fin del mundo? ¿Será que tendremos que enfrentar más decadencia moral, ambiental, económica y política? ¿O la cosa será, como predicen algunas culturas: que un meteorito chocara con el planeta, sacándolo de su órbita y destruyendo las condiciones que hacen posible la vida en La Tierra?
Lo cierto es que, no se sabe cuándo ni cómo. Parafraseando al famoso Yogui Berra: el mundo no se acaba sino hasta que se termina.

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