Muestro lo que percibo...

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sábado, 9 de abril de 2011

Nostalgia (opinión)

Nostalgia “in situ” Gracias a los frecuentes y cortos viajes de trabajo, se desarrolla una especie de “habilidad” para hacer o a deshacer las maletas: Sin embargo, la cosa se complica especialmente en ciertos viajes largos. El equipaje que cuesta más hacer es el que se lleva en la memoria y en los sentimientos. Eso le pasa a los que ya vienen poco a su tierra natal. Parece obvio para muchos, por qué algunos compatriotas no se quedan aquí. Pero se me ocurre que lo interesante es saber ¿Qué extrañan los venezolanos fuera de Venezuela? ¿Qué quisieran llevarse y no han podido? ¿Qué nos traerían o enviarían de regalo? Yo les hice esas preguntas a algunos de mis amigos, dispersos por el globo. Lo que añoran: la gente. Todos los consultados, sin excepción, extrañan a familiares, amigos e incluso, meros conocidos. Italo es caraqueño y vive en Ciudad de México desde hace 3 años. Comenta que para él es muy especial “el calor humano, la forma como el venezolano se relaciona con sus amigos y familia”. Si tratáramos de caracterizarlo, ese calor humano viene dado por la franqueza con la que nos comunicamos y el buen humor. “De todo sacamos un chiste, una broma. Eso nos une”, me escribe desde Holanda mi amigo Manuel, trujillano criado en Maracaibo y que ha vivido en varios países de Asia y el Medio Oriente, en los últimos 10 años. “La gente en otras latitudes no tiene la alegría, energía y solidaridad de los venezolanos. (…) Los asiáticos son siempre muy simpáticos y familiares, a excepción de los japoneses que son muy formales”. Otra cosa que se extraña de Venezuela es el clima. Sobre todo entre mis amigos que viven al norte, como Antonio, quien vive en Calgary, Canadá, o al sur en países como Chile o Nueva Zelanda. Para llevar, por favor... En lo que se refiere a lo que los venezolanos quisieran llevarse, me encontré con todo un catálogo. Vuelve a aparecer la familia, especialmente los miembros más jóvenes de esta, como hermanos y “los sobrinos” dice Carolina, una caraqueña radicada en Australia. Las playas también son populares, incluso entre quienes viven cerca de otras costas, como Raúl, yaracuyano que vive con su familia en Chile. Un imposible de exportar, gracias a Dios, porque conozco más de un turista europeo o canadiense ¡que las hubiera empacado para llevar! Dos respuestas me llamaron la atención. De paso, constituyen ideas para regalar a compatriotas radicados fuera, cuando los visitamos, o nos visitan. • Instrumentos musicales. Cuatros, tambores y furrucos son emblemáticos y relativamente fáciles de transportar. Sin embargo, hay que estar atentos a las regulaciones de importación de ciertos países con respecto a maderas y cueros. Por ejemplo, Australia es muy estricta en ese aspecto. Pero el esfuerzo vale la pena. “Mucha gente afuera se asombra e incluso llora cuando tocamos gaitas o música venezolana” dice Manuel. • La sazón. Aunque la cocina venezolana utiliza muchos condimentos comunes a otras cocinas, la manera de usarlos y combinarlos parece ser la clave. Algunos ejemplos: el asado negro (sellado con papelón), huevos revueltos en “perico” (con cilantro). Un par de regalos para compatriotas: un buen libro de cocina venezolana y cuando vengan a visitarte, una buena comida casera. Para consumir aquí. Cuando consulté a mis amigos, de todo lo que has visto en los sitios donde han vivido, ¿qué nos mandarías de regalo? Esto fue lo que me comentaron. Algunas ideas se las transmito “al costo”, es decir, sin comentarios, ¡porque estoy totalmente de acuerdo con el regalo! • La dedicación al trabajo. Todos los pueblos que progresan, lo hacen porque trabajan duro, estudian y hacen investigaciones en ciencias y tecnologías. “En las oportunidades que he tenido de trabajar en Venezuela, siempre que he pertenecido a un equipo trabajador, salimos adelante, independientemente de las dificultades”, comenta Manuel. Es decir, no hay que generalizar pensando que el venezolano es flojo, pero aún existen muchos “vivos” que pretenden progresar a costa de otros. • El respeto. Resumiendo el comentario de Antonio, respeto hacia otros, hacía lo común y hacía uno mismo. “Tenemos que aprender a reclamar por la calidad de vida” dice Carolina. “Vivir afuera no es fácil y en todas partes hay problemas. Lo que no podemos hacer es acostumbrarnos a los atropellos, a vivir con miedo, a la burocracia”. Como seres humanos merecemos respeto. Como ciudadanos, las autoridades también nos deben respeto. En opinión de Raúl, “los Carabinieri o Policía de Chile son un excelente ejemplo” Italo nos “mandaría algo que le quitara el antiparabolismo al 90% de nuestros compatriotas” Para que el país cambie hacia mejor. Y estas nostalgias no estén en el futuro de quienes seguimos aquí.

miércoles, 6 de abril de 2011

Carta a mi niña

Esta carta debió ser enviada al concurso de cartas de amor 2011, pero una "mala pasada" de la comunicación lo impidió. Espero les guste. Amada hija, Escribirte me resulta imperioso, porque lo que debo decirte es mucho y complejo de explicar a viva voz. No pretendo extenderme demasiado, ni escribirte con palabras rebuscadas que impidan que me comprendas. Tengo que decirte que te amo. Ojalá puedas disculparme. Expresarlo es una necesidad del corazón. Tener un hijo es una decisión difícil, si se toma con responsabilidad. Pero no tenerlo requiere además, cierta dosis de objetividad, que para una futura madre es, muchas veces, escurridiza o está totalmente ausente. Los antecedentes familiares de mi lado, particularmente, hacían necesarios los estudios, a pesar de que el síndrome de Down es una condición que aún no se determina cómo se transmite. El análisis del líquido amniótico despejaría muchas dudas, en cuanto al futuro del ser en gestación. Lo cierto es que el resultado llegó, con las noticias que temíamos. El nudo en mi garganta, se trasladó al pecho y desbordó mis ojos. Tu padre tomó mi mano y la apretó como siempre, cuando quería transmitirme fortaleza. A partir de ese momento, despierta o en mis sueños, imaginaba lo que serían nuestras vidas. Me sentía desasistida de la fuerza necesaria para el reto de criar a un niño especial. Yo había visto el dolor de mi madre, había sufrido las injusticias del resto de los niños hacia mi hermano. Pero también había disfrutado del privilegio de aprender a ser solidaria y a amar a una persona especial. Por eso me era muy fácil visualizar imágenes más gratas. Te veía en mis brazos, con una carita redonda de ojos rasgados, durmiendo apacible. Te imaginaba de pocos años, tratando de caminar cuando otros niños de tu edad ya podían correr. Te soñaba, acariciando la cara de tu papá, con la ternura infinita del amor sin límites, y la pureza de un alma inocente para siempre. Me sentí confundida. Con todas las dudas del mundo sobre el futuro. Yo sabía de la vida de un niño con Down, pero ¿en una niña? De los retos de la femineidad y sus ciclos lunares, no tengo ni idea. A pesar del apoyo y las palabras de tu padre, yo sentía que esta situación era totalmente mi responsabilidad. Y que no sabía cómo enfrentarla. Lloré día y noche, noches enteras, días sin fin, Hasta que una noche, el llanto de sangre de mi vientre vino a acompañar al llanto de mis ojos. Era un desenlace no previsto. Liberador del futuro de responsabilidades y retos. Pero esclavizante en la culpa y el remordimiento. Porque aunque activamente no busqué perderte, mi mente logró que mi cuerpo lo hiciera. Perdona mi torpeza, mi falta de coraje. Esta pérdida me marca para siempre el cuerpo y la conciencia. Sólo tú sabes que te amo aunque no estés presente. Aunque tu vida fue una breve promesa, tu recuerdo vivirá por siempre en mí. Mamá

domingo, 20 de febrero de 2011

El milagro del anillo

Al entrar al restaurante, me encomendé por segunda vez a la Virgen de la Caridad del Cobre. El sitio parecía caro, pero mis invitados valían el esfuerzo.

La pareja de Yajaira y Marcel. Ella cubana, morena escultural. El belga, rubio, alto y elegante. Los conocí en Paris y fueron muy atentos conmigo. Yo debía retribuir todas sus atenciones con esta cena. Mi amigo Pancho, cubano también, vive aquí en Caracas. Como conocía a la pareja y no quería ir solo, le pedí que me acompañara.

Cuando decidí invitarlos a cenar, acudí por primera vez esa noche a mi Madrecita de la Caridad del Cobre. Ella me iluminó para que usara la tarjeta de crédito para invitar a mis amigos. Y yo invité además a Pancho, por si acaso mi tarjeta rebotaba, me financiara el pago de la cena con su propia tarjeta de crédito.

Sentados en nuestra mesa, disfrutamos del menú de especialidades del mar. Cuando ya me disponía a pedir la cuenta, me encomendé por tercera vez a la Virgen para que “la dolorosa” estuviera al alcance de mi límite de crédito.

La agitación en la mesa contigua me sacó de mi plegaria. Parecía como si se les hubiera caído algo y los buscaban afanosamente bajo su mesa. Sin saber qué buscar, comencé a mirar por debajo de los muebles cercanos. El destello que percibí bajo un auxiliar de servicio, fue breve pero fulgurante. Me excusé con mis amigos y me dirigí al mueble en cuestión. Bajo él y pegado a la pared encontré un enorme anillo de oro con un brillante engastado.
Observé la belleza de la gema, la luz que reflejaba me pareció celestial. Sin duda era lo que buscaban mis vecinos de mesa. Lo devolví de inmediato a su dueña, una dama de mediana edad, quien entre risas y llanto me agradeció el gesto.

Regresé a mi mesa. La cuenta no había llegado. Y mientras esperábamos, aproveché para saciar la curiosidad de mis amigos sobre lo que había sucedido.
Por fin llegó el mesonero. No traía la cuenta sino una botella de vino, cortesía de los agradecidos dueños del anillo. ¿La cuenta? Insistí. “Ya la pagaron los señores de la mesa de al lado# me informó el mesonero.
Me volteé para darles las gracias, pero ya se habían retirado. Entonces en silencio, mientras disfrutábamos del vino, agradecí a la Virgen de la Caridad del Cobre por el favor recibido.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Vuelo tras la lluvia

Había salido del trabajo casi al amanecer. Sin embargo la lluvia parecía haber ahogado al sol. El cielo estaba muy oscuro. Ya hacía tres días que llovía incesantemente. Y por lo pronto, no parecía que fuese a escampar.

Alondra estaba empapada por la lluvia cuando llegó a la casa. Subir 128 escalones y saltar los incontables charcos de agua no podían dejarla en otro estado. Su marido salía cargando al hijo de ambos. Lo llevaba como todas las mañanas al Centro de Cuidado Comunitario. Del bebé, de apenas 20 meses, solo se veían los adormecidos ojitos, a través de la cobija que lo arropaba. Solo hubo tiempo para que ella le diera un rápido beso al niño, mientras su marido le decía que él regresaría a comer como a las 2pm.

Ya sola en la casa, Alondra pensó que tendría toda la mañana para dormir. Luego haría el almuerzo y saldría a recoger al niño “del cuido”. Esa era su vida. Desde el nombre hasta su trabajo y familia, todo era diferente a lo normal.

La mañana era el tiempo de reencontrarse con ella misma y sus sueños. Alondra quiere ser secretaria, tener un horario de trabajo normal y poder compartir por las tardes y fines de semana con su hijo. Tener una verdadera casa en un barrio mejor, donde el niño pudiera ir a la escuela, hacer deportes y crecer sano y fuerte. Todo lo opuesto a lo que tenía con su marido en el cerro de Santa Cruz del Este. Alondra rezaba pidiendo a Dios y a la Virgen que su vida cambiara para mejor.

Alondra había estudiado hasta noveno grado. A los 16 años se había enamorado, abandonando la escuela y la casa materna. Se fue a vivir con el que hoy es su marido. Como el trabajo de él no pagaba lo suficiente para mantenerlos a ambos, Alondra tuvo que aceptar un trabajo de mesera, en el negocio de un compadre de su marido. En el momento que quedó embarazada, fue “promovida a bartender” para mantener el trabajo, a pesar de la barriga. Casi cuatro años después de abandonar el nido, Alondra siente que sus alas aún no han crecido. Pero le urge volar.

Afuera sigue lloviendo. Alondra se acuesta a dormir el sueño matinal que sustituye al nocturno. Al sueño normal.

La lluvia arrecia y comienza a colarse el agua por debajo de la puerta principal de la casa. Por las paredes bajan cascadas de agua. A pesar del ruido del agua azotando el techo de zinc, el cansancio de Alondra es tan grande que no se percata del diluvio.

De repente se escucha un estruendo. Parecía uno de esos petardos llamados “Tumba rancho” que los bromistas solían detonar en año nuevo. Alondra se despierta. Se oyen las voces de los vecinos que gritan que el cerro se viene abajo.

Ella se levanta sobresaltada. Al poner los pies en el piso, la recibe el agua friísima a media pierna. Busca una bermuda de blue jean y una camiseta. Se viste y descalza sale a la vereda. En su mente sólo hay una idea: huir del cerro con su bebé.

Reina la confusión. Hay personas que escapan del torbellino. Muebles y objetos pasan flotando desde más arriba del cerro. Entre llantos, gritos y empujones, Alondra llega al lugar donde se encuentra el bebé. Con cara de susto pero con la confianza que da el amor, el pequeño se lanza en brazos de su madre, apenas la ve.

Cargando a su hijo, Alondra corre escaleras abajo, hacia el refugio que la Alcaldía ha preparado para los damnificados por la lluvia. En el registro consta que Alondra de Jesús Peres y Yilber Nazareno Londoño Peres habían llegado allí. Pero en la noche, cuando el marido de Alondra logró llegar al refugio, ni ella ni el niño estaban allí.

Una vecina creyó haberlos visto dormidos en uno de los colchones del refugio. Otra persona dijo que Alondra y el bebé habían salido a buscar los pañales del niño, aprovechando que había escampado. Pero la casa no existía ya, pues el torrente se la había llevado.

Alondra había pedido a Dios que cambiara su vida. Y sus ruegos habían sido escuchados.

domingo, 21 de noviembre de 2010

¿Gato Hood?

La mujer yace satisfecha en el lecho. La velada había sido muy divertida. Mi trabajo por esta noche ha terminado. Así que me dispongo a recoger mis pertenencias, colocándolas en la mochila que había traído.

Ella es una conocida dama de sociedad en esta ciudad. Las iniciales P.H. lo dicen todo. ¡Pero ya he dado demasiados detalles! La discreción es parte muy importante en esta profesión. La dama poseía una impresionante colección de joyas, acumuladas a través de los años y de los 4 o 5 maridos que ha tenido. Como ella suele decir: “relaciones lucrativamente consumadas”.

Me dispongo a abandonar la habitación, con mayor sigilo aún que el que tuve cuando entre. La mochila pesa más ahora. Pero también estoy satisfecho.

Ya en mi casa, repaso los hechos. La inversión en “La Sportiva”, las largas horas de entrenamiento en el gimnasio y en las montañas. Todo ello ha contribuido al éxito de esta noche.

Más que para ganar medallas o la admiración de las mujeres, hoy el rock climbing me permitió acceder a la casa solitaria y a mi botín. ¡Menos mal que la mujer llegó tan ebriaque no notó la caja fuerte abierta! Quizás ni siquiera note las piezas faltantes.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Aniversario

Caracas, 24 de diciembre de 2073. La ciudad se parece poco a la que describía mis abuelos en sus maravillosas historias. Me imagino que el tiempo, además del socialismo del siglo XXI, pueden ser los responsables de los cambios. Pero no es sólo un asunto de edificaciones remodeladas, calles con nombres desconocidos para mí o inesperados encuentros con héroes en plazas.

Como católica, aunque no devotísima, sigo la tradición familiar de ir a misa la noche de Navidad. La guía turística que me asignaron en el Hotel Rosinés, parecía muy competente, así que me atreví a preguntarle: “¿Cómo llego a la Iglesia de San Juan Bosco?” Esa era la iglesia favorita de mis abuelos, y siempre la mencionaban.

La cara de la guía no se inmutó. Sin embargo, yo no pude ocultar la sorpresa, cuando me informó que el principal templo salesiano de Caracas, ya no existía. “La revolución transformó todos los salones de reunión de cultos y élites, en espacios culturales de acceso libre para el pueblo. Si mal no recuerdo el teatro “Maisanta” funciona ahora en el lugar que Ud. busca” .

¿Insólito? No, para nada. Recuerdo que mi abuela contaba que cuando estuvo en Praga en 2005 y quiso ir a la Iglesia del Niño Jesús, las guías no fueron capaces de orientarla. Ni los transeúntes, de la que resultó ser, la calle que llevaba a la ermita de la imagen, fueron capaces de indicarle el lugar.

Como mi abuela, yo debía ubicar a algún católico que, ocultando su fe del régimen comunista, pudiera indicarme dónde oír una misa el día de navidad en Caracas.

Afortunadamente, lo encontré. Aproveché en misa, de dar gracias a Dios. Además de la Navidad, se celebraba un año más de la caída del régimen. El que, como prometía un olvidado slogan, cambió a Venezuela para siempre.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Apocalíptica

Parada en una esquina, dentro del automóvil. Esperaba para cruzar hacia la izquierda, cuando otro carro, que estaba parado a mi derecha, arrancó rápidamente, se cruzó delante de mi carro y pasó primero. Menos mal que yo no venía manejando. Iba a ser un choque seguro. En la radio, las noticias hablan de un tsunami, con muertos y otros destrozos, que acababa de ocurrir en Asia. Cambio la estación, para encontrarme la reseña de los asesinatos del fin de semana.
Estos hechos, ocurridos en menos de un minuto o dos, retraen mi memoria hacia un cuadro que vi en mi infancia.
A los 7 u 8 años, yo era una niña como cualquier otra, sólo que leía mucho y por ello, me enteraba de cosas que permanecían ocultas para otros niños de mi edad. En el Colegio Santo Ángel nos habían hablado de la Biblia, los diferentes libros que la componían, pero a esa edad, no pasábamos, oficialmente al menos, de las historias de la Anunciación o de La Natividad. Pero yo, curiosa y ávida de diferenciarme del montón, había ojeado el Libro de las Revelaciones. Había leído sobre las calamidades y señales que anunciaban el final de los tiempos. Imágenes de monstruos, pestes y caos que me parecían imposibles.
Por esos años mi familia y yo vivíamos en Guama, un pequeño pueblo en el estado Yaracuy, cuya exuberante vegetación daban cuenta de la riqueza de su suelo. Un pueblo agrícola, rodeado de haciendas y caseríos, por donde, se decía, deambulaban espantos, seres extraordinarios con largos abrigos o pelambres, descabezados, o con colmillos, garras y todo tipo de características siniestras. Guama era un lugar que hacia florecer con historias aterradoras, la imaginación de los más inocentes.
Como parte de aquella sociedad tan creativa, no podía yo dejar de imaginar mis propias historias de terror. La mía tenía que ver con el cuadro de la Sra. Consuelo.
La señora Consuelo de Brizuela era la enfermera del pueblo. No era de Guama. No sé cómo llegó allí pero claramente, no tenía el tipo guameño. Ella era menuda, de piel muy blanca y facciones finas. Sus ojos eran enormes, de un azul pálido que yo solo les había visto a las heroínas de Disney. Su cabello era largo, lacio y de color negro, pero con una especie de lunar de canas, que le nacía al lado izquierdo de su frente y se extendía hacia atrás, al peinarse con el cabello estirado y recogido en cola de caballo. Sus pálidas manos siempre estaban heladas, no sé si era que las sumergía en alcohol para desinfectarlas, o era su temperatura natural. La señora Consuelo siempre llevaba vestido camisero, con cinturón y falda de tachones, que llegaba a media pierna. “Es que ella es evangélica y no puede usar pantalones” explicaba mi vecina Lisbeth, dos años mayor y por supuesto, más informada que yo.
Papá nos llevaba a casa de los Brizuela y nos dejaba con mamá, como
a una cuadra de la casa. Supuestamente, el carro era muy bajo, y el pavimento lleno de huecos, no permitía que la parte final del viaje se hiciera sin dañar el auto. Así que mi mamá, mis tres hermanitos y yo, caminábamos esos últimos 100 metros para llegar al lugar de tortura: donde nos vacunaban o recibíamos alguna otra inyección que necesitáramos.
La casa era una vivienda del Banco Obrero, con una cerca baja de bloques y rejas de metal. Caminábamos por entre unos rosales sembrados frente a la casa y entrábamos a la sala, por la puerta perennemente abierta, a la usansa de los pueblos del interior, en esa época. La señora Consuelo salía a recibirnos, con su voz ronquita y sus manos heladas, nos saludaba. Como yo era la mayor de mis hermanos, debía ser la que esperara para ser atendida. “Espera sentadita en la sala, hijita” me decía la señora Consuelo. Así que yo, obediente, me subía al sofá.
Allí en la sala estaba el cuadro. Frente al sofá, colgado bien alto en la pared, como para que todos pudieran verlo. Nunca supe si era una pintura, un afiche o un dibujo hecho por alguno de los Brizuela. El título estaba escrito en la parte superior de la imagen: “Apocalipsis. Los últimos tiempos”.
La imagen estaba compuesta de diversas escenas que ocurrían en una ciudad, una montaña, el mar y el campo. En la ciudad, veías personas con expresión de terrpr, huyendo de otras con pistolas. En las calles había mucha basura y tubos rotos de aguas negras. Diversos accidentes de tránsito, con muertos en el piso, ensangrentados y descuartizados. La montaña en las afueras era un volcán, que manaba fuego a chorros, que corría por sus laderas destruyendo casas y cultivos a su paso. El mar era de un color entre azul y rojo, con peces muertos en las orillas: Se mostraban personas que huían del lugar, tapándose la nariz, asumo que para evitar el olor a pescado podrido. La imagen del campo, nada bucólica, mostraba siembras arrasadas por una plaga de insectos que la sobrevolaban. En fin, imágenes dantescas de terribles desastres naturales y de la decadencia de un mundo como el que vivimos.
Mientras mis ojos recorrían el cuadro, escuchaba los sollozos de mi hermanito que ya había sido vacunado y los gritos de mis hermanas, quienes se habían escondido en el escaparate o bajo la cama de la Sra. Consuelo, para escapar de ser inyectadas.
Por supuesto, yo tragaba grueso, imaginando mi propia suerte. No sé a qué le temía más: al puyazo o a las imágenes apocalípticas del cuadro. Me ponía a sacar la cuenta, pues el cuadro subtitulaba “Año 2000”. “Para el año 2000, seré una señora vieja, como de 36 años”, razonaba. “Ya habré hecho muchas cosas y seré tan grande que no tendré miedo al fin del mundo”.
Ya estamos en el 2010. Y aunque no me obsesiona el tema, no puedo dejar de recordar el cuadro, cuando reviso la prensa o internet, y encuentro tantas noticias negativas. Me intriga ¿cómo será el fin del mundo? ¿Será que tendremos que enfrentar más decadencia moral, ambiental, económica y política? ¿O la cosa será, como predicen algunas culturas: que un meteorito chocara con el planeta, sacándolo de su órbita y destruyendo las condiciones que hacen posible la vida en La Tierra?
Lo cierto es que, no se sabe cuándo ni cómo. Parafraseando al famoso Yogui Berra: el mundo no se acaba sino hasta que se termina.