Muestro lo que percibo...

Muestro lo que percibo...

domingo, 28 de noviembre de 2010

Vuelo tras la lluvia

Había salido del trabajo casi al amanecer. Sin embargo la lluvia parecía haber ahogado al sol. El cielo estaba muy oscuro. Ya hacía tres días que llovía incesantemente. Y por lo pronto, no parecía que fuese a escampar.

Alondra estaba empapada por la lluvia cuando llegó a la casa. Subir 128 escalones y saltar los incontables charcos de agua no podían dejarla en otro estado. Su marido salía cargando al hijo de ambos. Lo llevaba como todas las mañanas al Centro de Cuidado Comunitario. Del bebé, de apenas 20 meses, solo se veían los adormecidos ojitos, a través de la cobija que lo arropaba. Solo hubo tiempo para que ella le diera un rápido beso al niño, mientras su marido le decía que él regresaría a comer como a las 2pm.

Ya sola en la casa, Alondra pensó que tendría toda la mañana para dormir. Luego haría el almuerzo y saldría a recoger al niño “del cuido”. Esa era su vida. Desde el nombre hasta su trabajo y familia, todo era diferente a lo normal.

La mañana era el tiempo de reencontrarse con ella misma y sus sueños. Alondra quiere ser secretaria, tener un horario de trabajo normal y poder compartir por las tardes y fines de semana con su hijo. Tener una verdadera casa en un barrio mejor, donde el niño pudiera ir a la escuela, hacer deportes y crecer sano y fuerte. Todo lo opuesto a lo que tenía con su marido en el cerro de Santa Cruz del Este. Alondra rezaba pidiendo a Dios y a la Virgen que su vida cambiara para mejor.

Alondra había estudiado hasta noveno grado. A los 16 años se había enamorado, abandonando la escuela y la casa materna. Se fue a vivir con el que hoy es su marido. Como el trabajo de él no pagaba lo suficiente para mantenerlos a ambos, Alondra tuvo que aceptar un trabajo de mesera, en el negocio de un compadre de su marido. En el momento que quedó embarazada, fue “promovida a bartender” para mantener el trabajo, a pesar de la barriga. Casi cuatro años después de abandonar el nido, Alondra siente que sus alas aún no han crecido. Pero le urge volar.

Afuera sigue lloviendo. Alondra se acuesta a dormir el sueño matinal que sustituye al nocturno. Al sueño normal.

La lluvia arrecia y comienza a colarse el agua por debajo de la puerta principal de la casa. Por las paredes bajan cascadas de agua. A pesar del ruido del agua azotando el techo de zinc, el cansancio de Alondra es tan grande que no se percata del diluvio.

De repente se escucha un estruendo. Parecía uno de esos petardos llamados “Tumba rancho” que los bromistas solían detonar en año nuevo. Alondra se despierta. Se oyen las voces de los vecinos que gritan que el cerro se viene abajo.

Ella se levanta sobresaltada. Al poner los pies en el piso, la recibe el agua friísima a media pierna. Busca una bermuda de blue jean y una camiseta. Se viste y descalza sale a la vereda. En su mente sólo hay una idea: huir del cerro con su bebé.

Reina la confusión. Hay personas que escapan del torbellino. Muebles y objetos pasan flotando desde más arriba del cerro. Entre llantos, gritos y empujones, Alondra llega al lugar donde se encuentra el bebé. Con cara de susto pero con la confianza que da el amor, el pequeño se lanza en brazos de su madre, apenas la ve.

Cargando a su hijo, Alondra corre escaleras abajo, hacia el refugio que la Alcaldía ha preparado para los damnificados por la lluvia. En el registro consta que Alondra de Jesús Peres y Yilber Nazareno Londoño Peres habían llegado allí. Pero en la noche, cuando el marido de Alondra logró llegar al refugio, ni ella ni el niño estaban allí.

Una vecina creyó haberlos visto dormidos en uno de los colchones del refugio. Otra persona dijo que Alondra y el bebé habían salido a buscar los pañales del niño, aprovechando que había escampado. Pero la casa no existía ya, pues el torrente se la había llevado.

Alondra había pedido a Dios que cambiara su vida. Y sus ruegos habían sido escuchados.

domingo, 21 de noviembre de 2010

¿Gato Hood?

La mujer yace satisfecha en el lecho. La velada había sido muy divertida. Mi trabajo por esta noche ha terminado. Así que me dispongo a recoger mis pertenencias, colocándolas en la mochila que había traído.

Ella es una conocida dama de sociedad en esta ciudad. Las iniciales P.H. lo dicen todo. ¡Pero ya he dado demasiados detalles! La discreción es parte muy importante en esta profesión. La dama poseía una impresionante colección de joyas, acumuladas a través de los años y de los 4 o 5 maridos que ha tenido. Como ella suele decir: “relaciones lucrativamente consumadas”.

Me dispongo a abandonar la habitación, con mayor sigilo aún que el que tuve cuando entre. La mochila pesa más ahora. Pero también estoy satisfecho.

Ya en mi casa, repaso los hechos. La inversión en “La Sportiva”, las largas horas de entrenamiento en el gimnasio y en las montañas. Todo ello ha contribuido al éxito de esta noche.

Más que para ganar medallas o la admiración de las mujeres, hoy el rock climbing me permitió acceder a la casa solitaria y a mi botín. ¡Menos mal que la mujer llegó tan ebriaque no notó la caja fuerte abierta! Quizás ni siquiera note las piezas faltantes.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Aniversario

Caracas, 24 de diciembre de 2073. La ciudad se parece poco a la que describía mis abuelos en sus maravillosas historias. Me imagino que el tiempo, además del socialismo del siglo XXI, pueden ser los responsables de los cambios. Pero no es sólo un asunto de edificaciones remodeladas, calles con nombres desconocidos para mí o inesperados encuentros con héroes en plazas.

Como católica, aunque no devotísima, sigo la tradición familiar de ir a misa la noche de Navidad. La guía turística que me asignaron en el Hotel Rosinés, parecía muy competente, así que me atreví a preguntarle: “¿Cómo llego a la Iglesia de San Juan Bosco?” Esa era la iglesia favorita de mis abuelos, y siempre la mencionaban.

La cara de la guía no se inmutó. Sin embargo, yo no pude ocultar la sorpresa, cuando me informó que el principal templo salesiano de Caracas, ya no existía. “La revolución transformó todos los salones de reunión de cultos y élites, en espacios culturales de acceso libre para el pueblo. Si mal no recuerdo el teatro “Maisanta” funciona ahora en el lugar que Ud. busca” .

¿Insólito? No, para nada. Recuerdo que mi abuela contaba que cuando estuvo en Praga en 2005 y quiso ir a la Iglesia del Niño Jesús, las guías no fueron capaces de orientarla. Ni los transeúntes, de la que resultó ser, la calle que llevaba a la ermita de la imagen, fueron capaces de indicarle el lugar.

Como mi abuela, yo debía ubicar a algún católico que, ocultando su fe del régimen comunista, pudiera indicarme dónde oír una misa el día de navidad en Caracas.

Afortunadamente, lo encontré. Aproveché en misa, de dar gracias a Dios. Además de la Navidad, se celebraba un año más de la caída del régimen. El que, como prometía un olvidado slogan, cambió a Venezuela para siempre.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Apocalíptica

Parada en una esquina, dentro del automóvil. Esperaba para cruzar hacia la izquierda, cuando otro carro, que estaba parado a mi derecha, arrancó rápidamente, se cruzó delante de mi carro y pasó primero. Menos mal que yo no venía manejando. Iba a ser un choque seguro. En la radio, las noticias hablan de un tsunami, con muertos y otros destrozos, que acababa de ocurrir en Asia. Cambio la estación, para encontrarme la reseña de los asesinatos del fin de semana.
Estos hechos, ocurridos en menos de un minuto o dos, retraen mi memoria hacia un cuadro que vi en mi infancia.
A los 7 u 8 años, yo era una niña como cualquier otra, sólo que leía mucho y por ello, me enteraba de cosas que permanecían ocultas para otros niños de mi edad. En el Colegio Santo Ángel nos habían hablado de la Biblia, los diferentes libros que la componían, pero a esa edad, no pasábamos, oficialmente al menos, de las historias de la Anunciación o de La Natividad. Pero yo, curiosa y ávida de diferenciarme del montón, había ojeado el Libro de las Revelaciones. Había leído sobre las calamidades y señales que anunciaban el final de los tiempos. Imágenes de monstruos, pestes y caos que me parecían imposibles.
Por esos años mi familia y yo vivíamos en Guama, un pequeño pueblo en el estado Yaracuy, cuya exuberante vegetación daban cuenta de la riqueza de su suelo. Un pueblo agrícola, rodeado de haciendas y caseríos, por donde, se decía, deambulaban espantos, seres extraordinarios con largos abrigos o pelambres, descabezados, o con colmillos, garras y todo tipo de características siniestras. Guama era un lugar que hacia florecer con historias aterradoras, la imaginación de los más inocentes.
Como parte de aquella sociedad tan creativa, no podía yo dejar de imaginar mis propias historias de terror. La mía tenía que ver con el cuadro de la Sra. Consuelo.
La señora Consuelo de Brizuela era la enfermera del pueblo. No era de Guama. No sé cómo llegó allí pero claramente, no tenía el tipo guameño. Ella era menuda, de piel muy blanca y facciones finas. Sus ojos eran enormes, de un azul pálido que yo solo les había visto a las heroínas de Disney. Su cabello era largo, lacio y de color negro, pero con una especie de lunar de canas, que le nacía al lado izquierdo de su frente y se extendía hacia atrás, al peinarse con el cabello estirado y recogido en cola de caballo. Sus pálidas manos siempre estaban heladas, no sé si era que las sumergía en alcohol para desinfectarlas, o era su temperatura natural. La señora Consuelo siempre llevaba vestido camisero, con cinturón y falda de tachones, que llegaba a media pierna. “Es que ella es evangélica y no puede usar pantalones” explicaba mi vecina Lisbeth, dos años mayor y por supuesto, más informada que yo.
Papá nos llevaba a casa de los Brizuela y nos dejaba con mamá, como
a una cuadra de la casa. Supuestamente, el carro era muy bajo, y el pavimento lleno de huecos, no permitía que la parte final del viaje se hiciera sin dañar el auto. Así que mi mamá, mis tres hermanitos y yo, caminábamos esos últimos 100 metros para llegar al lugar de tortura: donde nos vacunaban o recibíamos alguna otra inyección que necesitáramos.
La casa era una vivienda del Banco Obrero, con una cerca baja de bloques y rejas de metal. Caminábamos por entre unos rosales sembrados frente a la casa y entrábamos a la sala, por la puerta perennemente abierta, a la usansa de los pueblos del interior, en esa época. La señora Consuelo salía a recibirnos, con su voz ronquita y sus manos heladas, nos saludaba. Como yo era la mayor de mis hermanos, debía ser la que esperara para ser atendida. “Espera sentadita en la sala, hijita” me decía la señora Consuelo. Así que yo, obediente, me subía al sofá.
Allí en la sala estaba el cuadro. Frente al sofá, colgado bien alto en la pared, como para que todos pudieran verlo. Nunca supe si era una pintura, un afiche o un dibujo hecho por alguno de los Brizuela. El título estaba escrito en la parte superior de la imagen: “Apocalipsis. Los últimos tiempos”.
La imagen estaba compuesta de diversas escenas que ocurrían en una ciudad, una montaña, el mar y el campo. En la ciudad, veías personas con expresión de terrpr, huyendo de otras con pistolas. En las calles había mucha basura y tubos rotos de aguas negras. Diversos accidentes de tránsito, con muertos en el piso, ensangrentados y descuartizados. La montaña en las afueras era un volcán, que manaba fuego a chorros, que corría por sus laderas destruyendo casas y cultivos a su paso. El mar era de un color entre azul y rojo, con peces muertos en las orillas: Se mostraban personas que huían del lugar, tapándose la nariz, asumo que para evitar el olor a pescado podrido. La imagen del campo, nada bucólica, mostraba siembras arrasadas por una plaga de insectos que la sobrevolaban. En fin, imágenes dantescas de terribles desastres naturales y de la decadencia de un mundo como el que vivimos.
Mientras mis ojos recorrían el cuadro, escuchaba los sollozos de mi hermanito que ya había sido vacunado y los gritos de mis hermanas, quienes se habían escondido en el escaparate o bajo la cama de la Sra. Consuelo, para escapar de ser inyectadas.
Por supuesto, yo tragaba grueso, imaginando mi propia suerte. No sé a qué le temía más: al puyazo o a las imágenes apocalípticas del cuadro. Me ponía a sacar la cuenta, pues el cuadro subtitulaba “Año 2000”. “Para el año 2000, seré una señora vieja, como de 36 años”, razonaba. “Ya habré hecho muchas cosas y seré tan grande que no tendré miedo al fin del mundo”.
Ya estamos en el 2010. Y aunque no me obsesiona el tema, no puedo dejar de recordar el cuadro, cuando reviso la prensa o internet, y encuentro tantas noticias negativas. Me intriga ¿cómo será el fin del mundo? ¿Será que tendremos que enfrentar más decadencia moral, ambiental, económica y política? ¿O la cosa será, como predicen algunas culturas: que un meteorito chocara con el planeta, sacándolo de su órbita y destruyendo las condiciones que hacen posible la vida en La Tierra?
Lo cierto es que, no se sabe cuándo ni cómo. Parafraseando al famoso Yogui Berra: el mundo no se acaba sino hasta que se termina.